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El viento sopla,

Hace las hojas caer.

El viento juega.

Tú, allí, lejos

Yo, aquí, esperando

Por ti y por mi

Son la juventud

Son ellos la sonrisa

Pintan rayuelas

Hiela el río

Las flores se congelan

Frío invierno

Lloran amigos y
sonrie el abedul.
Triste Otoño.

Son las once de la noche del martes. Los créditos de Clase Turista: el mundo según los argentinos se proyectan impasibles sobre la pantalla de televisión bajo los conocidos círculos azul, verde y rojo. Como siempre, al final del programa los exiliados comparten con cientos de espectadores aquello que extrañan más de vivir en la Argentina. “Mis amigos”, “mi familia”, “caminar por la calle Corrientes”, “el fútbol”. Y sin embargo, cuando se les pregunta si volverían, la respuesta es invariable, determinante, decisiva y hasta a veces un poco dolorosa para quien la escucha desde la comodidad del living y bajo el refugio de la patria: “No”.

Clase turista es un programa documental en el que se presentan distintos lugares del mundo a través de la mirada y las experiencias de argentinos que emigraron por motivos diversos, en su mayoría laborales. Pero es más que una transmisión televisiva. Es una ventana al mundo de aquellas personas que eligieron un futuro distinto, lejos del asado, el mate, el tango y la bandera celeste y blanca, donde el desarraigo es moneda de todos los días y la identidad una barrera difusa. “Al principio estás de vacaciones”, dice uno de los entrevistados. Sí, al principio. Me resulta inevitable preguntarme qué pasa cuando se deja atrás la emoción de lo nuevo y la fugacidad de lo exótico abre paso a la incomodidad de lo desconocido. Cuando la inquietud se esconde en cada uno de los rincones de aquel monstruo de asfalto formando con sus recovecos, puentes y recorridos una ciudad extranjera que se transforma en casa pero nunca en hogar. Cuando las calles que antes eran circuitos turísticos se convierten en la ruta obligada para ir a trabajar, un camino distinto que no figura en la Guía T y en donde los habituales puntos de referencia como “el barcito de la esquina” o “el quiosco de Pepe” son reemplazados por otros locales, lo que lleva a los transeúntes como víctimas de una broma pesada a doblar en la esquina equivocada. Cuando las palabras dejan de serlo para transformarse en una combinación de letras o símbolos que no significan más que jeroglíficos pintados en los carteles. Cuando las conversaciones no son otra cosa que ruido, sonidos inteligibles que se esfuman en el viento sin poder ser rescatados del otro lado de las barreras del idioma. Cuando los 25 de mayo y los 9 de julio son sólo números negros en los calendarios y las banderas que flamean en los mástiles son de cualquier color menos celestes y blancas. Cuando las costumbres se tornan residuos de la vida que se tenía para sobrevivir y mimetizarse en un universo paralelo, donde el derecho parecería ser el revés y el emigrante es un intruso que irrumpe en la armonía de una cultura homogénea pero por sobre todo diferente.

A pesar de todo, el torbellino de sensaciones que se arremolina violentamente amenazando con apoderarse de la mente de los viajeros encontró un oponente aún más fuerte, que lo obliga a disiparse casi con la misma rapidez con la que se forma, a esconderse en lo profundo del alma del emigrante para no salir nunca más a la superficie, siendo el eterno derrotado de una lucha injusta y desigual. Este adversario se alimenta de las inseguridades y las crisis, de los miedos y las necesidades, de la corrupción y el delito, hasta reproducirse como una plaga que no tiene posibilidad alguna de ser erradicada, rigiendo el destino y las decisiones de cada una de sus víctimas. No tiene rostro ni nombre, pero encuentra su voz en todos los que anhelan un futuro mejor de aquel que se vislumbra en el país de origen, que no colma las expectativas del profesional, del estudiante, de los jóvenes, de los matrimonios, de las familias. Se infiltra en todas las conversaciones y se adueña de los medios de comunicación, multiplicándose en los canales y asegurándose de dejar sus huellas en el imaginario de la sociedad entera. Explota las frustraciones y los deseos. Es engañoso, persuasivo, persistente pero también realista. Y así, bajo el amparo de las problemáticas y los obstáculos cotidianos se instala en los hombres y mujeres y crea en ellos una personalidad conflictiva que entra en discusión con su pasado y su presente, instándolos intransigentemente a hacer una elección firme y a veces definitiva: el futuro o la identidad.

Es entonces cuando ante la disyuntiva, la posibilidad de subir los escalones de la seguridad social y financiera desplazan a la patria con el esplendor del éxito que enceguece los corazones, construyendo la imagen utópica de una sociedad mejor y por qué no ideal. El emigrante se embarca en un viaje hacia lo desconocido y emprende un nuevo comienzo. Lleva en una valija mal armada fragmentos maltrechos de una Argentina no apreciada, acomodados a los apurones con la esperanza inocente de que puedan suplir la identidad de la tierra natal. Amontona una pila de recuerdos en el placard y cierra la puerta con doble llave para recurrir a ellos en los momentos de soledad y angustia. Pero no se percata de que en el trajín de lo cotidiano, las calles de Buenos Aires o las sierras de Córdoba se desvanecen hasta perder la intensidad de sus colores y el fulgor de su brillo, quedando reducidas a siluetas difusas. Con el paso del tiempo, el placard se ve asediado por nuevas imágenes que luchan por entrar y amenazan con cubrir hasta el último rincón viviente del pasado, como sombras egoístas que se niegan a compartir su lugar con el recuerdo. “Mientras más rápido te olvidás de Argentina, más rápido te adaptás al país donde vivís, te acercás a un objetivo”. Las palabras de Daniel, residente en Moscú desde hace treinta años, resuenan en mis oídos al darle sonido y forma a un sacrificio ineludible, pero que no muchos se atreven a pronunciar en voz alta. La eventual hostilidad extranjera se ve así amortiguada por una frase que oscila entre los dichos populares y las verdades absolutas: el fin justifica los medios.

Mientras se intenta alcanzar la meta soñada, detonante de un desarraigo irreversible, el emigrante se refugia en fotografías, películas y programas televisivos que alimentan la necesidad de contacto con el país de origen. Mercancías que son contempladas en el intento de satisfacer los requerimientos de una patria que resulta sin embargo esporádica y momentánea. Una patria que no persiste más allá de la adquisición de ese fragmento de una Argentina lejana, importado por las industrias y colocado del otro lado de pantallas y vidrieras. Una patria con precio y código de barras que se agota con el consumo, con cada uso o mirada. Exhibida en paredes, estantes o resguardada en cajones, genera la ilusión temporal de que las raíces y los recuerdos se mantienen intactos, inalterables; que persisten con la misma vivacidad con la que llegaron a suelo extranjero. Pero en realidad se debilitan con las presiones exteriores que exigen a los emigrantes adaptarse a un mundo totalmente nuevo. Porque para triunfar primero hay que sobrevivir.

Al menos en la práctica, la vida cotidiana en el exterior implica en cierto modo olvidarse de todo aquello que forma la propia identidad. Resulta inevitable tener que reemplazar cada pieza del propio ser por otras que se construyen con los recursos brindados por el país extranjero. Es un proceso progresivo y quizás imperceptible, en el que no existe más remedio que reprimir la esencia para encajar en la sociedad. La lengua materna es rezagada y queda destinada forzosamente al círculo familiar o bien al diálogo interno que el emigrante mantiene secretamente consigo mismo. Mientras tanto, un idioma desconocido fluye por los alrededores y les recuerda constantemente a los argentinos el hecho de que no pertenecen allí. Se alza como el guardián de todas las conversaciones, desde las más nimias hasta las más profundas y sólo se hace a un lado una vez que se logran incorporar las palabras extranjeras. Estructuras gramaticales distintas y significados nuevos desplazan en silencio conocimientos lingüísticos anteriores. Los códigos sociales se redefinen para dar lugar a otros diferentes, imprescindibles para forjar relaciones que rompan con el aislamiento que se busca con ansias superar. Los viejos hábitos y las tradiciones no encuentran lugar en el seno de la nueva cultura. Están condenados a vagar como fantasmas mientras costumbres nuevas emergen abriéndose paso entre las olas de una sociedad distinta, buscando evitar el naufragio y ganar la simpatía y el respeto de ojos críticos. El consumo de objetos, vestimentas y alimentos debe ajustarse a la disponibilidad de los mercados extranjeros, que generalmente no ofrecen a sus clientes el sabor del verdadero dulce de leche. Se dejan atrás las preocupaciones argentinas; ahora son las extranjeras las que importan. Las problemáticas económicas, sociales y políticas que al arribar parecían distantes y ajenas se vuelven cercanas, propias. El individuo atraviesa un proceso de reconversión que deja huellas imborrables en lo más profundo de su alma. “Yo no soy ingenuo, sé que eventualmente cuando tenga de quince a veinte años acá, voy a ser más chino que argentino y ya estoy al 75% del camino en la conversión”. Las palabras de Diego Laje, residente en Hong Kong desde hace diez años, le dan voz a una identidad resquebrajada, atraída por las luces orientales y aturdida por el impacto cultural.

 Así, el individuo renuncia a su mundo entero y como si se tratase de un pacto funesto deja morir lo que alguna vez fue para crear un universo completamente nuevo que le permita comunicarse y subsistir. Engañado, cree encontrar su lugar en el planeta, cuando en realidad lo pierde para siempre. Porque al fusionarse con una cultura diferente, el emigrante deja de ser argentino y lucha por integrarse en un país que sin embargo nunca será suyo. Queda por lo pronto una pregunta por hacerse, alguna vez presente en la conciencia del exiliado pero adormecida y ahogada con la satisfacción de la adaptación: ¿en verdad vale la pena?

    Como todos los lunes me preparaba para ir a la facultad a la tardecita para cursar desde las siete de la tarde a las once de la noche. Cuando ya pensaba en dirigirme a la estación de tren, mi madre, generosa, me dijo: “no voy a usar el auto si querés llévatelo”. Lógicamente acepté gustoso, ya que esto implicaba mucho menos tiempo de viaje, comodidad y buena música a todo volumen; en lugar de subirme a un tren con una humedad insoportable.

    Salí manejando entusiasmado, sin saber ni siquiera imaginar lo que me depararía el futuro, aquí pequé de ingenuo, ya verán el por qué. El viaje fue muy ameno, por momentos viajando por las avenidas de la realidad y por otros en mi mente con las letras de las canciones, lo cual es medio peligroso, pero mis sentidos seguían acá cuando mi cabeza volaba. Todo parecía hacer de una tarde de lunes tranquila y mansa, pero el tránsito comenzó a moverse a paso de hombre y al llegar a la avenida 9 de julio me encuentro con un vallado y cinco policías que desviaban a los vehículos para circular por la calle Lima. Me acerqué lo mayor posible a un uniformado y le pregunté qué ocurría, a lo cual respondió nada amablemente con un: “Avenida de Mayo”. No era muy detallada esa explicación pero interpreté que había un corte en Avenida de Mayo, el policía lo dijo como que era la calle que hoy tocaba que sea cortada, me resultó cómico. Pero sin enojarme, me relaje con la música y encendí un cigarrillo.

    Pasado el corte; que según alcancé a ver era de veteranos de Malvinas. Luego la radio me lo confirmó, pero eran ex soldados que no habían ido a la guerra y reclamaban algún tipo de indemnización como los que si combatieron; llego a la avenida Independencia y suspiro. Una hora tarde pero había llegado. Subo las escaleras rápidamente y en el pasillo me encuentro con una amiga que me dice que la clase ya había terminado, o mejor dicho, no hubo clases puesto que entregaron las notas de los parciales. Supuse que me daría una buena noticia y que la hora casi parado en la avenida tenía su recompensa, pero no fue el caso, un triste dos solo hizo que salga a la luz toda la ira acumulada.

    Volví  acompañado por cuatro compañeras, que alcanzaría a una para de colectivos más cercana a su casa. Lo único que hicieron fue atenerse a escuchar mis quejas contra los cortes de calles. Se había iniciado un debate sobre el  tema, pero mi estado irritable fue mucho más fuerte. Cuando se bajaron parecían hartas de mis gritos y de no poder expresar sus ideas, las cuales yo despotricaba.

    Así fue un lunes más en “La ciudad de la furia”.

Hacía cinco meses que veníamos jugando religiosamente todos los fines de semana y entrenando al menos dos veces por semana para llegar a la final del campeonato. Teníamos un equipazo, pero el nivel del torneo era muy parejo y nos tuvimos que romper el alma para llegar hasta ahí. Decí que lo teníamos a él. ¡Qué fenómeno! ¡Cómo la movía el Papu! Era una cosa de no creer, una cosa de locos. Sin exagerar, era el mejor enganche que había visto en mi vida. Nunca entendí qué hacía jugando con nosotros, ese muchacho estaba para ser profesional. Pero bueno, el fútbol es muy injusto a veces, hay que tener suerte para llegar a Primera.

El Papu había caído en el barrio hacía menos de un año. Se mudó enfrente de mi casa, donde hasta ese entonces vivía doña Rosa. ¡Menos mal que apareció! Nos vino como anillo al dedo porque a una semana del comienzo del campeonato todavía nos faltaba un jugador para completar la lista. ¡Y qué jugador metimos por Dios! Era un tipo introvertido, de pocas palabras. Al principio me parecía medio raro, hasta llegué a pensar que andaba en alguna fulera pero con el tiempo me fui dando cuenta que era buen pibe. Vaya uno a saber por qué, tenía más confianza conmigo que con el resto de los muchachos. Supongo que habrá sido por el hecho de ser vecinos y volver juntos de casi todos los entrenamientos, qué sé yo. La cosa es que charla va, charla viene, y una noche terminé comiendo un asado en su casa después de entrenar.

La casa estaba tal cual como la había dejado Rosita, salvo en el cuarto principal. Ahí, el Papu había pegado unos posters y había puesto una biblioteca enorme con libros de todo tipo, desde poesía hasta libros futboleros. Hablamos de todo un poco, pero no me contó mucho de él. Sentía que se ponía incómodo cuando le preguntaba acerca de su vida. Por lo que me dijo, supe que antes de mudarse vivía en la Capital y que se había ido para escaparse de los quilombos, aunque no me habló de qué tipo de quilombos. También supe que su familia vivía en el sur, en la Patagonia. Creo que en Chubut. Pero de su vida personal, eso fue todo.

La semana previa al sábado 24 de febrero, día en el cual se jugaría la final, se me hizo eterna tanto a mí como al resto de mis compañeros. Llegábamos al partido teniendo la valla menos vencida y con el Papu como goleador del campeonato con veinticinco goles. Veníamos en una muy buena racha así que teníamos la moral por las nubes, pero los nervios y la ansiedad eran más fuertes. Estábamos tan obsesionados que esa semana ninguno fue a laburar. Es más, el Cholo echó a su familia de su casa dos días antes del sábado para que hiciéramos ahí la concentración, como si fuéramos un plantel profesional. Era una locura pero igualmente todos accedimos, menos el Papu que en el entrenamiento del miércoles nos dijo que le había surgido un problema familiar y tenía que viajar al sur sí o sí. Cuando escuchamos esa noticia se nos vino el mundo abajo. No nos podía faltar justo en este partido. De todos modos nos dijo que iba a hacer lo imposible por estar el sábado al mediodía para jugar la final como debía ser.

Esa tarde la cancha estaba colmada de gente, nos había venido a alentar todo el barrio con bombos, redoblantes, papelitos y banderas. Estaban todos, todos menos el Papu. En el vestuario se vivía un clima muy tenso. Recuerdo que intenté tranquilizar a mis compañeros argumentando que seguro se habría retrasado. Pero a esa altura nadie, ni siquiera yo, confiaba en que él apareciera. Finalmente se hizo la hora de salir a la cancha y no nos quedó otra que resignar la espera. Jugamos un primer tiempo horrible. No dábamos ni dos pases seguidos y el pobre Fatu, el arquero, se las tuvo que arreglar como pudo contra los delanteros rivales. Al finalizar la primera etapa nos fuimos al entretiempo con una derrota parcial de dos a cero.

Pero cuando el árbitro estaba a punto de pitar el comienzo del segundo tiempo la historia cambió para siempre. Un tipo en botines y pantalones cortos, con un buzo con capucha que le ocultaba el rostro, entró corriendo al campo de juego. – ¡Un Minuto referí! –exclamó –Acá estoy muchachos, me enteré que estamos perdiendo.

Era él. Se sacó el buzo y dejó lucir el número 10 que brillaba en su espalda. Comenzó el segundo tiempo y el Papu nos encaminó hacia la victoria. Ganamos cuatro a dos con dos goles suyos, uno del Pipi y  uno mío, para consagrarnos campeones. La fiesta parecía ser interminable. Todos los nuestros, que miraban desde afuera, invadieron la cancha para festejar con nosotros. Después de dar la gloriosa vuelta olímpica, me acordé de nuestro héroe. Lo busqué para abrazarlo pero no lo encontré por ningún lado.  Les pregunté uno por uno a los muchachos y nadie supo decirme dónde se había metido. Iban pasando los minutos y seguía la euforia al grito de “dale campeón, dale campeón”. Nos entregaron las medallas y la enorme copa de campeones, pero el Papu no aparecía.

Don Carlos, dueño de la mejor pizzería del barrio, nos invitó a todos a brindar con una cerveza bien fría y unas grandes de muzza. Mientras el resto se adelantaba, yo fui hasta la casa de nuestro crack para persuadirlo a que se uniera al festejo. Cuando llegué la puerta estaba abierta. Me mandé para adentro asustado y con la guardia en alto, por si me tenía que trompear con algún chorro.  La casa estaba destruida. Entre muebles caídos, papeles tirados y libros rotos, encontré los botines, todavía embarrados, de mi amigo. Lo busqué por todos los rincones pero no había otro rastro más que esos benditos zapatos. Salí a la vereda y vi como dos Ford Falcon verdes atravesaban la calle a toda velocidad. Me pareció extraño, pero  no le di importancia. Estaba preocupado pensando en dónde podría estar el Papu.

Nunca más lo volví a ver. Poco tiempo después me enteré que otros tres vecinos del barrio tampoco volvieron a ser vistos por la zona. Sinceramente nunca supe con certeza qué fue lo que le ocurrió a la estrella de nuestro equipo. Lo único que puedo afirmar es que aquel sábado 24 de febrero de 1977 fue la última vez que lo vi al Papu tirando una gambeta.

 

Agustín Capsala, comisión 61

Lápiz labial y el último toque de rubor. Me puse el tapado, miré la hora, agarré las llaves y salí. El sol encandilaba mis ojos. Realmente era un día espectacular para estar en pleno otoño. Eso me subió aun más el ánimo. Caminé hacia la parada del colectivo. Una sonrisa interna me invadía lentamente, pero a la vez los nervios se hacían sentir bastante. Al fín había llegado la gran oportunidad. Al fin tendría la entrevista con el Empresario más importante del país y no debía fallar.
Subí al colectivo. Me senté atrás de todo. Volví a mirar el Currículum, para asegurarme de haber puesto bien todos los datos. De nuevo miré la hora. Eran las dos de la tarde en punto. Tenía media hora de viaje y a las tres la entrevista, por lo que tenía tiempo de sobra para tomarme un cafecito y relajarme antes de entrar. Me acomodé en el asiento y me sumergí en la música de mi mp4.
Realmente no lo podía creer. Nunca en mi vida me sentí tan idiota y enojada conmigo misma. Todo había terminado. La voz del chofer que anunciaba el final del recorrido se inmiscuyó sin piedad en mis oídos. La imagen del número siete se repetía en todas partes, al igual que los colores azul y verde. Estaba en la terminal, donde además del viaje, se habían acabado mis esperanzas y sueños. La gente me miraba, parecía burlarse de mi desgracia. Sin poder evitarlo, quise verificar lo obvio. Miré el reloj. Eran las cuatro menos cuarto de la tarde.
Caminé y caminé hasta poder ubicarme en aquel extraño lugar. Las lágrimas caían lentamente de mis ojos, la bronca era indescriptible. Lo que menos hubiese imaginado era que ese día me iba a quedar dormida. Me maldije una y otra vez, sabiendo que era imposible aquella fantasía de poder volver el tiempo atrás.
Unos minutos después de subir al colectivo, saqué mi celular del bolso. La pantalla me indicaba que tenía un mensaje nuevo, el cual no había escuchado debido a mi estado. Lo leí una y otra vez. Grité, todos me miraron pero no me importó. Era un mensaje de la secretaria de la empresa. Debido a un corte de luz, la entrevista se pasaría para la próxima semana.
Entonces, retocándome el maquillaje y mostrando nuevamente una sonrisa me pregunté: ¿Quién dijo que no existen las segundas oportunidades?

Otra vez metido en uno de estos patrulleros de porquería, siempre soy el primero que vienen a buscar cada vez que hay quilombo. Estos ratis no sirven para nada. Con tal de lavarse las manos me suben al patrullero por las dudas, con la excusa de estar laburando y después me largan. En este barrio asqueroso me la tienen todos jurada desde que Alan me hizo la cama con el tema de la falopa. Traidor de cuarta mirá como terminaste, por algo dicen que todo vuelve. El problema es que no me dejás en paz, te matan y me quieren meter en cana a mí. Y sí, ¿A quién van a culpar sino? Al “falopero”. Habiendo tanta gente de mierda dando vueltas me vienen a buscar a mí. Me tienen harto. Yo no le vendo cosas raras a nadie, yo no jodo a nadie. Lo que hago yo con mi vida es tema mío, que no me jodan. Todo el barrio sabe de la bronca que le tenía al gil ese desde que me dejó pegado con lo de la venta de cocaína asique va a ser difícil que me crean que yo no lo maté. Ojo, lo hubiera hecho con gusto pero manejo otros códigos. Tengo mis cosas como cualquier ser mortal pero no soy ningún asesino. Además no lo valía, esa basura no justificaba que yo me arruine la vida. Igual tengo tanta mala leche que la vida me la arruina hasta estando muerto el desgraciado. Le tendría que haber hecho caso a don Horacio cuando me decía que me mande mudar de acá. Que tipazo don Horacio, siempre fue como el padre que nunca tuve. ¿Por qué no le hice caso si acá todos me miran como si yo fuese un delincuente? Sí, fue por orgullo, por honor, por dignidad. A las balas se les pone el pecho. Este es mi barrio, acá tengo mi vida y yo de acá no me voy a mover. Si me quieren echar me van a tener que matar, es corta la bocha. ¿Me voy a ir para quedar como un refugiado? ¿Cómo un cobarde? Ni a palos, a mi no me van a correr. ¿De qué te reís pelado botón? No te surto porque tengo las esposas puestas. Este es peor que los chorros, encima nadie lo va a agarrar porque tiene un cargo alto en la comisaría. Pero te va a volver a vos también, todo vuelve. Dale, seguí riéndote de que me vas a enjaular de nuevo, cornudo. Encima me hablás cara dura, yo te tengo que matar. Pero no te voy a contestar, no, no, no. Ya te saqué la ficha, siempre es la misma jugada. Me buscás para que me caliente, se nota que no tenés ni dos dedos de frente. Después los medios dicen que los pibitos están re zarpados y bardean a la policía. Pero nadie mira como estos dictadores basurean a la gente. Les das la mano y te agarran el brazo, es así. Se les suben los humitos a la cabeza y hacen lo que quieren. Como tienen un fierro, un palo, una chapa y una gorra abusan de la autoridad que les dan los de arriba. Y claro, a los de arriba los cuidan. Si el hijo de un gobernador fuma porro no pasa nada pero si yo cultivo mi plantita en el jardín de casa me suben al patrullero y encima se la llevan. Y si, después se la fuman toda ellos cuando patrullan o se la venden a los chetos que no tienen en qué gastarse la guita. Así estamos, llenos de prejuicios, hipocresía, mentira y falsedad. Porque todos chamuyan con que no hay que discriminar pero bien que cuando ven que un cartonero viene caminando por la misma vereda todos cruzan la calle. Si imbécil, ya me bajo. Otra vez acá la puta madre, vamos a ver como zafo ahora.

(Monólogo interno)
Agustín Capsala
Comisión 61

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